jueves, 8 de julio de 2010

Rumbo al colegio

Sales a pie de la habitación que queda detrás de la Soda los Talleres, doblando a la derecha después de cruzar el parqueo de piedra. Un hombre llevando una racima de plátanos sobre el hombro izquierdo te pasa en bici, gesticulando en tu dirección con su puño pulgar arriba y un movimiento ligero de la cabeza. Lo saludas - “Bueno” - y sigues en tu camino. Gritos de “Que Dios te acompañe” salen desde adentro de la Soda, Jeisal y Mami despidiéndote.

Apenas cuatro pasos mas y el sudor ya aparece sobre el frente. Pronto sentirás las gotas mientras corran por lo largo de la mejilla hasta parar en el cuello mojado. Con el sudor viene también el residuo del bloqueador sobre el brazo, manchas de color blanco apareciendo entre los pelos y gotas saladas, emitiendo un olor de coco sinónimo con la playa.

Cruzas la calle, y sigues andando hasta que ves una de las alumnas de la escuela mirándote desde un balcón de madera pulida. Ella lleva una sonrisa grande y te saluda con la mano - “¡Hola! ¿Como le va?” la preguntas. “¡Bien!,” dice ella, sonriendo y escondiéndose de nuevo atrás de la baranda alta.

Los ojos regresan al pavimento caliente y los pies cansados. De repente un camión de Dole te pasa con un rugido inesperado, y tienes que saltar a la izquierda para evitar su vuelo. Después del camión viene una moto con un padre y sus dos hijos pequeños sentados encima, ninguno de los tres llevando casco. Te saludan, y siguen hasta la Guaria donde supones que comprarán jabón para la lavadora, café y arroz para la cocina.

Al lado derecha lees el letrero que nunca no sale de su poste - “Colegio Técnico Profesional - Valle la Estrella.” Miras a tu alrededor. Solo ves bananos, cocos y vegetación espesa ahogando los dos lados de la calle y ocultando cualquier evidencia de un edificio escolar. Desde más abajo de la calle el corriente del río toca su música fresca y líquida. Es una tortura sobre todo durante estos días bajo el sol feroz – pese al sudor y cansancio no se puede bañar en un río contaminado por pesticidas y habitado por lagartos. Mejor andar sin pensar en lujos lejanos, enfocar en tu propósito y aceptar el calor con humildad.

Sigues moviendo las piernas por la curva de la carretera hasta toparse con un grupo de alumnos llevando sus uniformes de gris. Le reconoces a uno de ellos. ¿Como se llama? Otra vez has olvidado. “Bueno, ¿como le va?”, lo preguntas. “Bien, bien,” recibes la respuesta. Ellos siguen en su camino y tu sigues en lo tuyo. Ya has casi llegado al destino, la bandera de Limón y la del país allí arriba con visto a la entrada del colegio. Suspendidos en sus postes parecen paños sin vida, evidencia de que hoy sí es un día de infierno, sin nubes o brisa ninguna.

Subes la cuesta escarpada que te llevará al centro educativo, gastando la poca energía que te queda. Estás consciente de las miradas que recibes, caras jóvenes y curiosas mirándole al gringo cansado desde la sombra de los árboles o los bancos de piedra descansando debajo sus toldos de madera. Te das cuenta de las manchas oscuras y mojadas bajo los sobacos, la camisa pegada al pecho con ese goma sudoso. “Que asco,” piensas.

Sigues caminando, ahora quedan apenas cinco metros del acero que conduce hacía la Oficina de Administración. “¡Eh, Mateo!” Alguien grita tu nombre. Reconoces ese adolescente - él toca el saxofón. ¿Esteban? ¿Roberto? Otra vez un nombre te escapa. “Eh, mae! Todo bien?” me pregunta él. “Si, ¡pura vida!” lo respondes. “Hello, Matthew”, interrumpe la llamada de la profesora de inglés. “Ah, Magaly! Bueno, hasta luego,” dices al joven y haciendo la vuelta saludas a la profe (por fin un nombre conocido). “Busco el Director,” le dices a ella. “Ah,” me responde. “Él debe estar en su oficina.”

Doblas a la derecha y sigues en la dirección indicada. Una vez enfrente estás golpeando la puerta. Casi te puedes sentir el aire fresco, refrescado por esa máquina susurrando en el rincón. “Pase,” manda una voz masculina desde atrás de la pared. Abres la puerta y te permites un momento de descanso, dejando el aire condicionado recargar las baterías usadas.

Llegas a la destinación esperada. Por un segundo piensas en el viaje de vuelta – pero no hay porque pensar en esa inconveniencia. Te sientas, respiras, y dejas escapar un suspiro satisfecho. Así comienza otra tarde de trabajo.